El bar es el de siempre, la gente no. Miro alrededor buscado a alguien que esté en solitario, igual que yo. El vaso de vodka está a punto de quedar vacío, bebo rápido y sin mesura, como si fuese el último de mi vida.
Pago la cuenta, los tragos no fueron gratis. Agarro mi chaqueta y me la voy poniendo mientras camino a la salida. La calle está infestada de gente, parece que celebran algo. Meto las manos en los bolsillos y camino pateando una piedra, y es cuando me doy cuenta que la soledad está bien.
La caminata es lenta, mientras a mi alrededor todo pasa demasiado rápido. Voy escuchando lo que suena en cada bar, tienda y café que hay en la cuadra. Los bares pequeños siempre tienen la mejor música, y me alejan de todas esas melodías que siempre fastidian en otros lugares.
No encuentro un bar, no encuentro a nadie, y me angustia tener que regresar temprano a casa. La cajetilla de cigarrillos sin filtro aún tiene siete unidades que guardaba como reserva por si no encontraba un plan. Enciendo uno, y el humo se impregna en mi cabello. Una cerveza en una tienda me espera, la llevaré a casa.
Un taxi en el que suena una bachata se convierte en mi carruaje a casa. La cerveza sigue helada y ya sólo quedan cuatro cigarrillos que serán la mejor medicina para encontrar un sueño furtivo.
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