Claustrofobia


El sexto piso es el mejor lugar para que transcurra una historia. La mayoría de edificios de la ciudad tiene un promedio de 12 pisos, y me gusta el sexto aunque debería gustarme el cuarto por estar más cerca al suelo.

Un lunes cualquiera en que despierto para ir al trabajo tomo la bicicleta, el casco blanco y con la cinta de velcro pego el pantalón a mi tobillo derecho para que no se enrede o manche con la cadena. El ascensor está en mantenimiento y tengo que bajar seis pisos con una bicicleta encima. Llego a la planta baja cansado y saludo al guardia del edificio y me avisa que el mantenimiento a los ascensores terminará al medio día.

Me dirijo como siempre al sur, con el viento frío en la cara que cada mañana me hace doler la cabeza como si hubiera tomado un helado muy rápido. Son 23 cuadras las que debo recorrer para llegar al trabajo una más larga que la anterior.

Las bancas de madera frente al edificio en el que trabajo están manchadas de pintura verde pero ningún edificio está pintado de ese color, siguen igual de viejos que ayer.

No hay guardia en la recepción así que puedo subir la bicicleta en el ascensor hasta el sexto piso en el que trabajo. Ese ascensor de capacidad para ocho personas al que subo con miedo. Es un ascensor viejo, y cada vez que subo siento claustrofobia y cuento los segundos para llegar a la oficina: 1, 2, 3, 4… 36; son 36 los segundos en que el pánico de quedarme en ese pequeño lugar me invade, en que mi garganta ahoga un grito y mis lágrimas quieren derramarse. Pero contengo todo el miedo porque nadie puede verme llegar en mal estado al trabajo.

Sexto piso oficina 101. Entro y saludo, guardo la bicicleta en el baño. Ocho horas después tomo la bicicleta y salgo. De nuevo el ascensor; dudo un momento entre presionar el botón para llamarlo o bajar los las gradas. Tendré que tomar el ascensor, estoy muy cansado como para bajar caminando. Espero un momento y la puerta se abre, el guardia está adentro y lo saludo. El botón de PB está encendido y empieza mi conteo: 1, 2, 3, 4, 5… 36, y el ascensor se detiene.

Respiro profundo tres veces y monto la bicicleta en dirección al norte. Esquivo autos, gente, y me creo el dueño de la calle, no me importa quién se interponga en mi camino. Llego a casa, anochece, ceno y duermo.

Es martes: el jugo de naranja se terminó, el café sabe raro, el teléfono ha estado sonando y no quiero contestarlo porque sé que son los bancos que me buscan para que les pague. El ascensor ya funciona así que bajo por allí. Subo a la bicicleta y trazo el mismo camino de hace siete meses.

Todos los días son iguales, siempre con la misma rutina, y a veces llegando tarde a casa por ir a tomar un café o una cerveza con alguien. A veces necesito tanto estar con gente que casi debo rogar a alguien, y cuando logro armar algo me cancelan.

Un día de agosto, no recuerdo la fecha, pero sí recuerdo que era uno de esos días soleados en que el viento sopla fuerte, levanta polvo y necesitas llevar gorra, gafas, protector solar y ropa cómoda. Demoré 10 minutos más en salir de casa para ir a trabajar y entre la avenida Amazonas y la Isla Tortuga tropecé con una mujer a la que no vi por mirar el tráfico. Raspé mi rodilla y ella su brazo. Me disculpé y fuimos a una farmacia que estaba cerca para comprar alcohol, algodón y banditas para las heridas. Me dijo que su nombre es Margarita, yo le dije el mío: Fernando. Luego del ardor del alcohol en la herida y un par de risas, cada uno tomó su camino.

Tenía un buen pretexto para llegar tarde a trabajar. Fue un día cansado, con mucho trabajo por entregar y por el retraso de la mañana tuve que quedarme trabajando sólo en la oficina hasta tarde.

Soñé con Margarita esa noche, la siguiente, y toda la semana. No podía olvidarme de ella. No puedo negar que era bastante guapa, con una sonrisa perfecta, su cabello largo y castaño, y sus ojos con un tono café claro que me había encantado.

Pensaba bastante en el momento en que pueda encontrarla de nuevo, por casualidad o por accidente, otra vez.

Casi un mes y medio después del accidente la volví a ver corriendo por el parque metropolitano. Yo estaba lejos de ella, y de seguro ella no podría verme pues los arboles me tapaban. Yo estaba en mi bicicleta y cambié mi trayecto para alcanzarla y saludarla. Me miró y me saludó con una linda sonrisa, se quitó sus audífonos y hablamos por 5 minutos; ella tenía que seguir corriendo y le propuse tomar algo en uno de los puestos en los que venden jugos dentro de una hora. Seguí pedaleando por media hora y luego fui al puesto en que la cité. Miraba el reloj cada dos minutos esperando que se cumpla la hora y que ella apareciera corriendo hacia mí.

Hablamos del accidente, de las heridas, de nuestros trabajos, nuestra edad, el lugar en el que cada uno vivía, y después de tres jugos de naranja y una hora y media de conversación le pedí su número de teléfono y nos despedimos.

Tres días después la llamé y la invité a tomar un café. Un mes después nos habíamos convertido en novios. Nos la pasábamos mirando películas en el cine, hablando de música y nuestros gustos eran tan diferentes que ninguno cedía en aceptar que cierto grupo era mejor que al que el otro prefería.

Estaba tan feliz que subirme en el ascensor ya no me daba tanto miedo y hasta había dejado de contar el tiempo que estaba encerrado.

Hace meses que no me siento mal; Margarita es una gran persona y ha ayudado a que mi vida sea más fácil, feliz y llena de cosas buenas. Hace una semana le propuse vivir juntos y ella aceptó. Hoy tendremos una fiesta para estrenarnos como pareja viviendo en un mismo lugar. Mañana pasaría su primera noche conmigo, en nuestro apartamento.

Falta una hora para que la gente empiece a llegar e iniciar con la celebración. Tengo un anillo de compromiso en mi bolsillo, y con todos nuestros amigos aquí, le pediré que se case conmigo. No puedo negar que siento ansiedad por lo que voy a hacer y por saber cuál será su respuesta, pero creo que puedo manejarlo.

Los amigos están llegando y todo está perfecto. Para controlar los nervios tomaré un par de tragos, creo que será mejor si bebo whyski mientras hablo con los invitados, eso sí, sin descuidar a Margarita.

Han pasado casi dos horas y he bebido demasiado; me siento mal, no sé sí sea buena idea hacer la propuesta hoy. Siento que voy a quedarme dormido en cualquier momento en el sofá de la sala.


Todo me da vueltas, ¿en dónde estoy? Todo está oscuro y no sé en dónde estoy, sólo quiero la luz, quiero salir. Me pongo de pie y no puedo ver nada, quiero encontrar la puerta y mi ansiedad aumenta, siento los latidos de mi corazón aumentando, y mi respiración se agita, sólo quiero salir a la calle. Y grito con todas mis fuerzas.

Siento que alguien me toma por la espalda, ¿qué hace? No sé quién es, no sé qué quiere, ¿tal vez matarme? No, no puedo dejar que me siga tocando, y lo golpeo. Y lo tiro a la cama y me defiendo, pero también quiere defenderse, y no lo permito, y alcanzó a coger una lima de uñas y se la clavo, y se la vuelvo a clavar. Está inmóvil, ahora puedo encontrar la puerta. Con mucha desesperación voy tocando por las paredes y encuentro la manija, la abro y salgo corriendo. En la sala la luz está encendida y miro mis manos llenas de sangre.

Voy a la cocina y tomo un vaso de agua; han pasado por lo menos 20 minutos y me siento un poco mejor. Debo acercarme nuevamente al cuarto y ver quién estaba atacándome.

Camino despacio hacia mi cuarto, enciendo la luz y allí está ella, acostada y sangrando como si un animal la hubiese atacado; ¡ese animal soy yo! No quiero toparla, no quiero verla. Busco el saco en el que guardé el anillo, lo tomo y abro la ventana y me siento con mis piernas hacia afuera. Tiro el anillo y veo como cae al suelo, yo también quisiera caer y no romperme como el anillo; no quiero volver a pensar en nada.