Sin bar, igual hay cerveza

El bar es el de siempre, la gente no. Miro alrededor buscado a alguien que esté en solitario, igual que yo. El vaso de vodka está a punto de quedar vacío, bebo rápido y sin mesura, como si fuese el último de mi vida.

Pago la cuenta, los tragos no fueron gratis. Agarro mi chaqueta y me la voy poniendo mientras camino a la salida. La calle está infestada de gente, parece que celebran algo. Meto las manos en los bolsillos y camino pateando una piedra, y es cuando me doy cuenta que la soledad está bien.

La caminata es lenta, mientras a mi alrededor todo pasa demasiado rápido. Voy escuchando lo que suena en cada bar, tienda y café que hay en la cuadra. Los bares pequeños siempre tienen la mejor música, y me alejan de todas esas melodías que siempre fastidian en otros lugares.

No encuentro un bar, no encuentro a nadie, y me angustia tener que regresar temprano a casa. La cajetilla de cigarrillos sin filtro aún tiene siete unidades que guardaba como reserva por si no encontraba un plan. Enciendo uno, y el humo se impregna en mi cabello. Una cerveza en una tienda me espera, la llevaré a casa.

Un taxi en el que suena una bachata se convierte en mi carruaje a casa. La cerveza sigue helada y ya sólo quedan cuatro cigarrillos que serán la mejor medicina para encontrar un sueño furtivo.

El placer del rechazo

Mis recuerdos más placenteros los tengo durante mi adolescencia, sintiendo dolor y rechazo.
He amado una sola vez, o por lo menos creo que fue amor. Lo tenía en la palma de mi mano, sabía que yo le gustaba mucho, y lo hacía sentir como si fuera uno más del montón. Nuestra relación como enamorados fue fugaz: un día.
Dejé que el miedo al compromiso, a las relaciones, se apoderara de mi, y lo dejé; fue cuando comencé a sentir amor por él. Aprovechábamos aquellos juegos en donde podíamos besarnos las veces que quisiéramos, me encantaba.
Las cosas tomaron un rumbo distinto pues se enamoró de mi “mejor” amiga. Ya no tenía, sus sentimientos se escaparon de mis manos.
Sus rechazos comenzaron, le dije que lo amaba cuando fue muy tarde, y mientras más me apartaba, más lo quería. Lo buscaba, me emborrachaba y le decía cuanto lo amaba, incluso se lo dije a su mamá y su hermana, fue vergonzoso.
Aprovechaba sus borracheras para besarlo, para estar abrazada a él un par de horas, y él siempre diciendo que no me quería a mi, pero no me importaba, creía que quizás me querría si más lo besaba.
Sus rechazos se volvieron más frecuentes, pero eso me gustaba y sentía la necesidad de tenerlo cerca. Me humillaba ante él, incluso le lloré y le rogué, a lo que el respondió con un simple abrazo de consuelo. Me dolía todo eso, y era placentero sentir ese dolor del amor. No hay nada como el placer del dolor, el placer de querer algo inalcanzable.
Sus rechazos estimularon mi imaginación; me pasaba fantaseando con él a diario, con los posibles escenarios en donde me diera un beso, me tomara de la mano, me dijera un “te amo”. Tonta, no podía dejar de quererlo, pensarlo y amarlo; tonta, acepté sus desplantes sabiendo que no cambiaría de idea acerca de mi. Mientras más me rechazaba más lo quería, mientras más dolor me hacía sentir, más placer sentía.
Durante cuatro años anduve sin un ápice de dignidad, la había dejado en el piso como si fuera un envoltorio vacío y sin importancia.
Y el colegio terminó, y él se desvaneció, pero mi amor, aún no.