Salada angustia


Despertó por el sonido de la bocina de un auto. Sabía que estaba en su casa, miró a la mesa y había un cuchillo, dos vasos con agua y una revista; estaba confundida. En el sillón a su izquierda dormía su mejor amigo. Se levantó, y se acercó al espejo del baño, su rostro se veía fatal; el rimel había manchado su cara, tenía una marca de saliva junto a su labio, su cabello alborotado, y en su mano derecha un pequeño rasguño.

Regresó a la sala, su amigo, Bruno, aún dormía, tomó asiento y comenzó a pensar en lo sucedido la noche anterior.

Eran casi las siete de la noche, hora de llamar a su novio en el exterior. Aprovechó que sus padres habían salido de viaje para hacer la llamada desde casa. Marcó los doce números y el teléfono emitió un "bip, bip, bip, bip".

Gus, soy yo, Mayra. ¿Cómo has estado? Te extraño, ya quiero que pasen los meses para poder verte. Las cosas en casa andan bien, pero cuéntame, ¿cómo te ha ido?, ¿vas bien en la universidad?. ¡Cómo!. No entiendo, ¿qué sucede?. Es un chiste de esos malos, ¿verdad?. ¿Cómo puedes decir eso? Yo te quiero, yo he hecho mucho por ti, te he dado todo de mí. Explícame por qué. ¡Qué!, ¿sin explicaciones? Pero tú... déjame hablar. No. No. No.

Colgó el teléfono. Sus lágrimas caían, y sus sollozos eran largos y ruidosos. No sabía que hacer, no sabía a dónde ir, se había sentado en las gradas mirando al piso. Gritó, reclamó, golpeó la pared, y caminó por toda la casa sin ningún sentido, lucía errante en un lugar tan pequeño. Se dirigió a su habitación y cogió todo lo que alguna vez él le había entregado. Lo rompió, lo tiró al suelo, y los pedazos los llevó al jardín y los quemó.

Su ira era inmensa, no pensaba con claridad, sus ojos tenían la mirada perdida, y parecía no tener vida.

Tomó nuevamente el teléfono, y marcó a su vecino, su mejor amigo. Se escuchó un "hola Mayra", pero ella no dijo nada, simplemente sollozo nuevamente, y colgó. Fue a la cocina, y encontró un cuchillo, el mismo que se convertiría en su escape. Desorientada se dirigió a la sala, estaba lista para morir desangrada, y de repente sonó el timbre de la casa. Abrió la puerta y parado frente a ella estaba su gran amigo Bruno.

Bruno la miró asustado, no podía creer lo que veía: ella estaba con el cuchillo en su mano, su rostro estaba mojado por lágrimas y saliva; sólo le quitó el cuchillo y la abrazo. Logró calmarla, y se quedó dormida. Eran casi las dos de la madrugada.

Se prometieron no contar a nadie lo sucedido, y pasaron el día juntos dejando que el silencio se encargara de decir todo lo que ella hubiesen querido explicar.

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